martes, 22 de marzo de 2011

LA MALDICIÓN DEL DIAMANTE “HOPE”


Este diamante fue conocido primitivamente como el "Diamante Azul" y habría estado engastado en una estatua de Buda, de donde fue robado y vendido al Gran Mongol.
 En el siglo XVII, un comerciante francés lo adquirió y así llegó a poder de Luis XIV. En 1669, Tavernier mostró el diamante azul a Luis XIV, quien lo compró en 220.000 libras y otorgó al vendedor el título de nobleza que vino a sumarse al de barón recién concedido por un cliente satisfecho: el Elector de Brandemburgo. La maldición no tardó en cumplirse en Tavernier. Se arruinó a causa de una extraña conjura en la que intervino un familiar. Tuvo que huir el joyero a Rusia, donde sería hallado muerto de frío, devorado a medias por las ratas.
En cuanto a Luis XIV, guardó el diamante en un cofre. El 10 de setiembre de 1691, en ocasión de realizarse un inventario del tesoro real, apareció el diamante. Supo de su existencia madame de Montespan, la amante de turno del rey, y quiso que el soberano se la obsequiara. Poco después caía en desgracia y moría olvidada, en 1707. No contento el diamante con su nefasta labor, envió plagas y epidemias al reino de Francia. La población sufrió hambre y miseria, y se produjeron casos de canibalismo.
El 7 de febrero de 1715, en ocasión de recibir al embajador del Sha de Persia, el rey de Francia le mostró el diamante, para que viera que el objeto no podía hacerle ningún mal. Luis XIV murió aquel mismo año, inesperadamente. Comenzó entonces a correr la noticia entre el pueblo de que el diamante azul venido de la India el siglo pasado causaba desgracias a su poseedor. Luis XV subió al trono y nada quiso saber de la piedra. Ordenó conservarla en un cofre. Después se dedicó a la diversión, y parece que no le fue mal. Pero no pudo decir lo mismo su hijo, quien se convertiría en rey de Francia a su debido tiempo.
María Antonieta, esposa de Luis XVI, cometió en 1774 la estupidez de apropiarse del diamante. Y en alguna ocasión se lo prestó a su amiga la princesa de Lamballe. La Revolución Francesa se acercaba ya corriendo, lista para acabar con la dinastía de los Capeto. Quién sabe si fue parte por culpa del diamante, pero tanto Luis como María Antonieta y su amiga la princesa perdieron la cabeza bajo la guillotina.
En 1792, unos ladrones se apoderaron del diamante, pero se mataron más tarde entre ellos y sólo uno pudo guardar la piedra que conservó hasta 1820. Ese año, un desconocido mostró el diamante al tallador holandés Wilhelm Fals para que de la joya hiciera dos. La primera fue adquirida por Carlos Federico Guillermo, duque de Brunswick. Más le valiera no haberla comprado, porque se quedó en la calle antes de transcurrir dos meses. La segunda la conservó el holandés. El hijo de papá Fals se enamoró del diamante y se lo llevó prestado, para vendérselo a un francés llamado Beaulieu. Cuando el joven Fals se enteró de que su padre había muerto de dolor, se suicidó.
El señor Beaulieu vendió la piedra, en cuanto supo de la tragedia, a un tal David Eliason, curtidor judío, quien también se asustó y fue a vendérsela a Jorge IV de Inglaterra. El soberano inglés cometió el error de incrustar el diamante en la que sería su corona. Perdió la razón en 1822 y murió ocho años después. Fue entonces cuando apareció un tal señor Hope, quien realizaría unos actos de magia y daría su nombre a la piedra.
Sir Henry Hope tenía mucho dinero y no sabía qué hacer con él. En consecuencia, escogió la profesión de coleccionista. Pero era un tipo muy práctico, que no quiso correr riesgos con el diamante. Contrató a un grupo de rosacruces y les pidió organizar una ceremonia mágica, para exorcizar la joya. Y cuando estuvo seguro de que no causaría más problemas a nadie, decidió darle su nombre. Nada malo le sucedió a sir Henry, pero cuando en 1901 vendió el diamante Hope a un norteamericano de nombre Colot, regresó el maleficio con nuevos bríos. Perdió este hombre la salud al mismo tiempo que la fortuna y tuvo que pasar la joya al príncipe Kanitowski. Este noble ruso era muy aficionado a las juergas, además de inmensamente rico. El príncipe llegó a París, capital de la diversión, y obsequió el diamante a una vedette de lindas piernas. Surgió un altercado a los pocos días y el tal Kanitowski mató a tiros a su amiguita.
No le fue mejor al griego Montarides, a poder de quien pasó el diamante. Se quebró el eje del carruaje en que viajaba y cayó a una barranca que el destino colocó en su camino. No hizo el último viaje a la eternidad solo. Lo acompañaron su esposa y sus hijos. El siguiente propietario iba a ser Abdul Hamid, quien perdió el trono turco por culpa de una revolución y fue a morir de desesperación en la cárcel. La lista de tragedias producidas por el diamante maldito no terminó con el turco. La persona que obtuvo el diamante desapareció en pleno océano. El director del Washington Post adquirió el diamante más tarde de una institución bancaria francesa que lo tuvo en custodia y se fue a la quiebra. La esposa del periodista enfermó gravemente y su hijo murió bajo las ruedas de un carruaje.
La familia Mac Lean, de Estados Unidos, fue la última en poseer el diamante. En 1918, uno de los hijos de la familia, de ocho años de edad, murió atropellado. Luego otra de sus hijas murió por una sobredosis de somnífero. El padre murió en el sanatorio víctima  de una depresión. La señora Mac Lean ordenó guardar el diamante durante 20 años en una bóveda de seguridad. Veinte años después Evelyn Walsh Mac Lean, su nieta, moría misteriosamente en Texas.
Conociendo toda esta trama, el experto en diamantes Harry Wiston lo adquirió y lo traspasó al Instituto Smithsoniano, de Washington, donde se expone en una urna de cristal.

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